Venezuela necesita elecciones libres, no simulacros electorales
Una vez más, Venezuela ha sido sometida al ritual de unas elecciones cuyo desenlace estaba escrito desde antes de que se abrieran los centros de votación. Lo que presenciamos el pasado 25 de mayo no fue una jornada democrática, sino un nuevo capítulo en la larga novela de simulacros orquestados por el régimen de Nicolás Maduro para aparentar normalidad institucional, mientras sigue asfixiando las libertades fundamentales.
Como bien señala el editorial del diario El País de España, la discusión no puede seguir girando en torno a las “irregularidades” del día de la elección. El verdadero problema está en la naturaleza misma del proceso: no hay democracia posible cuando el aparato del Estado está secuestrado por una cúpula que se aferra al poder a cualquier precio. No hay pluralismo cuando se persigue a los líderes opositores, se inhabilita a candidatos legítimos, se manipula el registro electoral, y se mantiene a la población en un ambiente de miedo, hambre y desesperanza.
La altísima abstención registrada no es apatía, es una forma de resistencia. Es el grito de millones de venezolanos que se niegan a legitimar con su voto una farsa. Es el eco de quienes respaldan la causa de María Corina Machado y de Edmundo Gonzalez Urrutia, y la de tantos otros dirigentes y ciudadanos que siguen creyendo en una salida real, no maquillada, a la crisis que desangra al país.
La respuesta de la dictadura ha sido la misma de siempre: apropiarse de todos los espacios de poder mediante el ventajismo descarado. Como ocurrió en las presidenciales de julio de 2024, hoy no es el robo, sino que se repite la fórmula del fraude estructural, el uso indiscriminado de recursos públicos y el cierre total del juego democrático. El dictador Maduro quiere seguir vendiendo al mundo una imagen de pluralismo mediante el uso de candidaturas toleradas, pero inofensivas. Una pantalla tras la cual oculta la represión, el encarcelamiento de disidentes, y el éxodo de más de ocho millones de venezolanos.
Frente a esta realidad, la comunidad internacional no puede seguir apelando a soluciones tibias. Como han advertido también medios de referencia en América Latina —La Nación de Argentina, El Tiempo de Colombia, El Comercio de Perú— el problema venezolano no se resuelve con misiones de observación al estilo turista, ni con acuerdos en los que una de las partes, el régimen, actúa de mala fe. La presión debe ser firme, basada en principios: restitución plena de los derechos políticos, liberación de todos los presos políticos, levantamiento de las inhabilitaciones, y garantías verificables de transparencia electoral.
La única salida posible es una transición democrática. No habrá soluciones mágicas, pero sí puede haber una ruta clara si los factores democráticos actúan con unidad, con coraje y con claridad estratégica. Esta tragedia no admite más eufemismos. Las elecciones en Venezuela, en su formato actual, no son parte de la solución. Son parte del problema.
Mientras tanto, los venezolanos seguimos de pie, aferrados a la esperanza, a pesar del exilio, del hambre y del dolor. Porque la dictadura puede controlar los votos, pero no las conciencias. Y más temprano que tarde, esa esperanza será más fuerte que cualquier trampa.